Por: Carlos Gómez-Mira

La larga noche cruzando el Atlántico, empieza a hacer mella entre nosotros. El sueño contenido, las 8 horas largas de vuelo, todo contribuye a nuestra fatiga. También la monotonía de volar sin que aparentemente el avión se mueva lo más mínimo, quieto en el espacio, tan solo envuelto por el bronco runrun de los motores junto al sonido constante del aire que resbala sobre nuestro parabrisas y que apenas se escucha dentro de la cabina.

Pero esta noche es especial. Aguantaremos mejor la vigilia a la cual nos obliga nuestro trabajo. Es el 12 de Agosto. La noche de las Perseidas, de las Lágrimas de San Lorenzo. El día en que nuestra Tierra cruza la estela de un antiguo cometa y origina una lluvia de estrellas fugaces.


Volando el A-340. ©Carlos Gómez-Mira

Hemos bajado la iluminación de la cabina al mínimo para poder observar mejor el espectáculo que nos ofrece generosamente el cielo. Las pantallas de los instrumentos de nuestro Airbus-340, difunden una luz muy tenue. Alicia mi copiloto y yo miramos fuera, y cada pocos minutos, una estrella fugaz deja su trazo en el cielo. Casi todos los pasajeros que hay detrás duermen plácidamente, totalmente ajenos a este brillante despliegue que nos ofrece el firmamento.

Un par de azafatas, me han pedido permiso para venirse a la cabina y poder ver desde esta atalaya privilegiada lo que nos muestra esta noche, las luces que podemos observar entre las sombras.

Cada vez que una nueva estrella fugaz surge, un ¡Oh! de los que estamos en la cabina sale de nuestras bocas. Volamos muy altos y la poca atmósfera que queda sobre nosotros hace que la observación del cielo sea especial. No hay contaminación lumínica en absoluto y la vista, al cabo de estar un tiempo observando la noche, capta lo que nos envuelve con una serie de matices imposibles de alcanzar sobre la tierra. Las estrellas brillan de una manera espectacular, y las constelaciones se muestran con una belleza sublime. Cabalgamos el espacio hacia Orión que con su forma de enorme X está permanentemente en frente de nosotros. Unos meteoritos duran menos de un segundo, pero hay otros que dejando un trazo permanente marcan su trayectoria e iluminan de una manera increíble el cielo durante algún tiempo.

Yo debería disfrutar plenamente de esta presentación divina, pero en mi mente surge el pensamiento de que esta es la última vez que veré esto. Me quedan cuatro meses para jubilarme, (para que me retiren) por cumplir la edad máxima que un piloto de líneas aéreas puede tener para ejercer su trabajo. Como un flash, como otra estrella fugaz más, pasa por mi cerebro toda esta trayectoria de mi vida en la aviación.


©Carlos Gómez-Mira

Desde que yo era muy crío, vamos desde que puedo acceder a mis primeros recuerdos como ser humano, siempre tenía bien claro qué es lo que quería ser de mayor. Yo quería ser piloto, quería volar en aviones. Y no sabía en absoluto, en un principio, si ser piloto requería muchos o pocos conocimientos, si era una profesión bien valorada o no, si se ganaba buen dinero con ella o viviría como un pobre…

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Mi padre trató de convencerme para que yo estudiase la carrera de Ingeniería Aeronáutica. ¡Pero yo no quería construir o diseñar aviones, yo quería pilotarlos!

Me tragaba todo lo relacionado con la aviación, incluidos los accidentes que por aquellos años 50 del pasado siglo eran casi una norma de rutina. Los aviones eran máquinas peligrosas, inseguras, de manera que ser piloto podría ser un oficio arriesgado. No me importaba. Si había que morir joven lo tenía que tener asumido, pero conque pudiese volar tan solo unos pocos años, para mi sería suficiente remuneración.

El tiempo en el colegio se me hacía eterno esperando el momento en que ya pudiera montarme y pilotar un avión. ¡Por fin! con quince años me apunté durante el verano a iniciar un curso de vuelo sin motor. ¡Finalmente pude surcar el espacio! poco tiempo y a escasa altura, pero me reafirmó en mi vocación. ¡Yo estaba hecho para volar!


Haciendo ladera en somosierra con el ventus. ©Carlos Gómez-Mira

Después de aquél curso inicial acabé el bachillerato. Pasé la oposición para entrar en la Academia General del Aire y unos años después cumplí mi sueño, ¡Ser piloto de aviones de caza! Volar a alturas increíbles dejando un blanco trazo, una estela de condensación en la atmósfera, y experimentar lo que se puede sentir desplazándose a dos veces la velocidad del sonido en la estratosfera.


Regreso de una misión. ©Carlos Gómez-Mira

Tras 9 años como piloto de caza, iba ya a ascender a Comandante. No podía seguir en mi escuadrón, eso significaba que con el ascenso seguiría volando en “cuatripata” es decir en una mesa de despacho, con nuevas responsabilidades. No me resignaba. Yo quería seguir pilotando mis aviones. Si no podía ser como piloto de combate sería como piloto de transportes.

Abandoné mi querido Ejército del Aire que me había formado y dado la oportunidad única de pilotar aviones de caza y “me pasé al enemigo”, me fui a las Líneas Aéreas.

Ingresé en la Línea Aérea de bandera de España en aquella época. En un principio, yo “no me encontraba” en la cabina de un avión comercial. Yo estaba acostumbrado a volar con un mono de vuelo, grasiento, sudado, un traje anti-g para poder soportar las aceleraciones brutales que se experimentan en un avión de combate, un casco, una máscara, y ceñido a un asiento lanzable, haciendo unas misiones de Defensa Aérea… Ahora con mi camisita blanca mi uniforme impecable y en un ambiente tan distinto, para mi era algo totalmente extraño la aventura del vuelo, ¡pero seguía volando, no estaba en una mesa de despacho!

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Atardecer en el caribe. ©Carlos Gómez-Mira

¡Cuantos miles de horas de vuelo, cuantas travesías del Atlántico! La idea inicial de que podría morir en un accidente de aviación se desvanecía a medida que cumplía años. Los aviones eran ya bastante más seguros y mi experiencia me permitía afrontar casi todas las condiciones difíciles que pudiera encontrar.

Pero ahora todos esos paisajes fantásticos, esos atardeceres en el Caribe, esas noches de luna con la luz fantasmagórica que ilumina la tierra, esas aproximaciones cuando el sol ya se ha puesto y estalla en una explosión de luz las grandes ciudades cuando sales de las nubes, se iban a terminar.

A lo largo de mi vida, no habré sido millonario en dinero, pero si en sensaciones, en ver paisajes y en disfrutar de mi trabajo. ¿Trabajo? Nunca tuve la impresión de hacerlo. Recuerdo un día en Valencia, mientras estaba destinado en el Ala de Caza nº 1 como piloto de combate, volando esas máquinas increíbles, provistas de una agilidad fantástica, que estando sentado, mirando sin ver un vaso de cerveza mientras hablaba con un amigo en el Aero Club compartiendo un aperitivo, éste, que era un cirujano plástico de éxito me decía:

– Carlos yo daría el sueldo de un año si pudiera montarme en un avión de los que tu manejas, de experimentar qué se siente volando a mil kilómetros por hora en vuelo rasante, o poder admirar el cielo a mas de 50.000 pies de altura mientras te desplazas a velocidad supersónica.

Yo daba un trago a aquella cerveza y mientras tanto meditaba.

Y pensar que yo no tengo que pagar por esto, que me gano mi sueldo montándome en esos aviones…

Es una tristeza abandonar lo que amas cuando no quieres dejarlo. La jubilación ¡ese estado benéfico que muchos buscan con ardor! Cuanta gente suspira por un ERE, por una prejubilación que le permita abandonar su curro diario y quedarse en casa, con sus hobbies, con su “dolce far niente” tan solo la rutina de levantarse, comprar el periódico, darse una vuelta y jugar una partida de mus con los amigos.

¡Carajo, es que a mi me gusta lo que hago! Ese es mi hobby principal en la vida. Creo que he sido muy afortunado en mi existencia. Mucha gente me dice: Uhmm yo hubiera querido ser piloto, ¡o futbolista! o actor de cine… ¡Yo hubiera querido ser lo que he sido, ni más ni menos.!

Y comprendo que el enterrador, o el minero, si es que no le gustan sus trabajos quieran abandonar la vida laboral y descansar para el resto de sus días.

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Recuerdo un programa de televisión en el cual se hacía un reportaje sobre los jubilados. La reportera, una chica muy mona y con apariencia de sabelotodo, conducía unas entrevistas a venerables personas que estaban sentadas junto a una mesa cuadrada jugando a las cartas. Preguntaba con espíritu inquieto.

-¿Usted no echa de menos su trabajo, su actividad?

La respuesta general era que en absoluto, que se habían librado ¡por fin! de sus tareas diarias. Pero llegó hasta una persona, enjuta, de manos regordetas y éste le confesó que había sido carpintero. Que amaba la madera. Que estaba enamorado de su tacto, su olor, la sensación del serrín entre sus dedos. Los ojos del personaje se iluminaban cuando contaba cómo hacía muebles artesanales, como admiraba al final el acabado de la obra bien hecha.

Yo soy un artesano del aire. Quizás tan extraño que nunca he disfrutado del síndrome postvacacional, cuando las personas acaban las vacaciones y tienen que volver a su trabajo, entrando en una depresión, ¿me he perdido algo? Todo lo contrario, cuando estaba de vacaciones, al meterme en la cama al final del día soñaba conque dentro de poco volaría de nuevo porque para mi la vida es estar en el aire y puede que entre vuelo y vuelo tan solo haya la esperanza de volver a volar.


Amaneciendo en cabina. ©Carlos Gómez-Mira

-Niñas, vamos a empezar a preparar los desayunos, quedan ya solo dos horas para llegar.

La sobrecargo ha entrado en la cabina y las dos azafatas que nos han acompañado disfrutando del espectáculo celeste se tiene que ir a sus labores. Nos quedamos solos los dos pilotos. Pero por el horizonte se empieza a difuminar un resplandor rojizo. En pocos minutos el sol saldrá con esa celeridad inusitada cuando viajas hacia el Este, debido a que vuelas a favor de la rotación de la tierra. La noche de las Perseidas se acaba y una vez más vencimos al Atlántico. El milagro de ver cómo el astro rey se levanta por el horizonte a gran velocidad ocultando a nuestra vista los meteoritos que seguirán cayendo ajenos a nuestra vista se va a producir una vez más.

Nunca más volveré a ver esta grandiosa representación que nos ha ofrecido el cielo. Tan solo vivirá en mis recuerdos. Pronto yo seré un jubilado más.


Tripulación del último vuelo del autor. ©Carlos Gómez-Mira

Me recuesto en el asiento y completo el plan de vuelo pues estamos llegando a un punto de notificación. La rutina vuelve a nuestras vidas, esa rutina que echaré de menos en unos meses.

¿Qué hacías cuando trabajabas? La pregunta de rigor que se hacen unos jubilados a otros.

-Yo era piloto de aviación.

No pueden ni imaginar todo lo que encierra esa respuesta.

Vuelo Madrid — Barcelona